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Child theme index:Interesantes sentencias del Tribunal Supremo sobre la responsabilidad de los administradores sociales al amparo del artículo 367 de la Ley de Sociedades de Capital
En los últimos tiempos la Sala Primera del Tribunal Supremo ha dictado una serie de sentencias en relación a la responsabilidad de los administradores «ex artículo 367» de la Ley de Sociedades de Capital (en adelante LSC) que merecen un puntual comentario.
Sin duda la responsabilidad por deudas que preconiza el precepto indicado, amén de dar lugar a una abundantísima jurisprudencia, y sentencias en los distintas instancias de la jurisdicción civil, sigue siendo un tema de especial interés para aquellos que asumen la arriesgada misión de ser administradores de compañías sujetas a la LSC. En efecto, dada la formulación del precepto y la propia consideración que los tribunales han venido haciendo del mismo, la función de administrar compañías mercantiles debe reputarse como un trabajo de «alto riesgo» por la profusión de obligaciones que asume el administrador y las severas consecuencias que pueden derivarse de su incumplimiento.
Esta norma, actualmente el artículo 367 de la LSC, que ha sufrido diversas modificaciones desde su incorporación a nuestro ordenamiento positivo, tiene por finalidad responsabilizar a lo administradores que no observen unos concretos mandatos objetivos en el pago de deudas que la mercantil mantenga con acreedores de la compañía.
No me voy a extender sobre la naturaleza de la acción y los aspectos dogmáticos de la misma, sino que me limitaré a citar y referirme, sucintamente, a tres sentencias del Tribunal Supremo que me parecen de interés.
• Sentencia 225/2019 de 10 de abril de 2019
Esa sentencia aborda la responsabilidad de los administradores por deudas que traen causa de un contrato de arrendamiento formalizado cuando la sociedad no estaba incursa en un supuesto de disolución pero el devenir negativo de sus negocios generó deudas por cánones arrendaticios una vez acaecido el supuesto legal que obligaba a disolverla.
El Alto Tribunal considera que la obligación no nace con el contrato de arrendamiento formalizado en su día sino cada vez que se realiza una prestación consecuencia de la misma, susceptible de aprovechamiento independiente. En base a esa tesis, responsabiliza a los administradores en el pago de las rentas devengadas con posterioridad a concurrir la causa de disolución.
No hace falta abundar sobre las consecuencias de esa teoría en los contratos de tracto sucesivo (muy habituales en el tráfico mercantil), ya que las deudas que se generen por contratos formalizados antes de incurrir en la causa de disolución pero que se devenguen, y sean exigibles, con posterioridad a esa causa, podrán ser reclamadas a los administradores (pensemos en contratos con compañías suministradoras, contratos laborales y, por supuesto, el de arrendamiento al que se refiere la sentencia).
• Sentencia 601/2019 de 8 de noviembre de 2019.
En ese pronunciamiento el Tribunal Supremo examina la responsabilidad derivada del artículo 367.1 de la LSC en los casos en los que se procede a la sustitución de administradores en sociedades incursas en causas de disolución legal. Y lo hace resolviendo dos cuestiones de interés, a saber (i) desde cuándo el nuevo administrador puede ser responsable, y (ii) de que deudas es responsable.
En relación al punto (i) el Tribunal Supremo señala que «en caso de cambio de administrador, desde que asume la administración, para él nace un nuevo plazo de dos meses para promover la disolución, cuyo incumplimiento le hará responsable solidario de las deudas sociales». Por consiguiente, el nuevo administrador tiene un plazo de dos meses, contados desde que haya aceptado el cargo, para cumplir el mandato imperativo del art. 367.1 LSC.
Por lo que respecta al punto (ii), y de manera sorpresiva, el Tribunal Supremo limita esa responsabilidad a las obligaciones de la sociedad surgidas durante el tiempo en que el administrador social haya desempeñado el cargo, proponiendo, o mejor dicho, resolviendo, la que el mandato legal que dice: «Responderán (los administradores sociales) solidariamente de las obligaciones sociales posteriores al acaecimiento de la causa legal de disolución» debe adicionarse «y posteriores a su nombramiento».
Nuevamente vemos que la Doctrina del Tribunal Supremo incorpora una significativa novedad que, además, hace de mejor condición (a efectos de responsables del pago de las deudas) a los acreedores posteriores que a los anteriores, por lo dicho.
• Sentencia 22/2020 de 16 de enero de 2020.
En esa sentencia el Tribunal Supremo analiza, de nuevo, la consideración de deuda anterior o posterior a la concurrencia de la causa de disolución para determinar si el administrador social es responsable de su pago.
El supuesto analizado trae causa de la formalización de una operación crediticia por la mercantil con anterioridad a estar incursa en la causa legal de disolución, contrato que fue afianzado por un tercero. Ese fiador se vio compelido y obligado al pago. Una vez abonadas las responsabilidades reclamadas, el fiador reclama frente al administrador societario el pago de esas sumas por entender que al efectuar ese pago la sociedad estaba incursa en situación de disolución y el administrador societario no la había instado, naciendo una deuda que es posterior a estar la sociedad incursa en causa de disolución.
El Tribunal Supremo, con buen criterio, señala que no cabe hablar del nacimiento de una nueva deuda social, sino más bien de que la existente persiste, habiéndose procedido a un cambio subjetivo del titular del crédito al pasar a ser el fiador el legitimado para reclamar su importe, sea cual fuere la acción ejercitada (reembolso o de regreso o, en su caso, acción subrogatoria).
Con esta entrada hemos querido dejar constancia de estos relevantes pronunciamientos del Tribunal Supremo en una materia que ha dado y que, con seguridad, seguirá dando una simpar casuística debido a la importancia que la responsabilidad de los administradores fundada en el artículo 36,1 de la LSC tiene. Cada una de las sentencias citadas justifica un análisis profundo de su doctrina, si bien ello no constituye el objeto de este puntual comentario cuya finalidad es citar esas sentencias y llamar la atención sobre el sentido de sus pronunciamientos.
Ahora más que nunca podemos decir que la protección de datos está de moda. El año 2018 resultó ser clave en la materia, ya que a la entrada en vigor del Reglamento europeo, sumamos la aprobación de la nueva Ley Orgánica de Protección de Datos y Garantía de los Derechos Digitales.
Ciertamente el frenético avance de las nuevas tecnologías propicia la aparición de nuevas situaciones que pueden suponer un riesgo para nuestra intimidad, y el Derecho debe dar una respuesta mediante el establecimiento de las medidas de protección adecuadas.
La Agencia Española de Protección de Datos no ha cesado de publicar guías y otros recursos útiles para resolver todas las dudas que la compleja regulación sobre protección de datos personales puede suscitar.
El empresario debe ser consciente de estos cambios y adoptar las precauciones pertinentes.
Después de esta introducción genérica, vayamos al caso concreto para centrarnos en dos asuntos cada vez más comunes en el seno de las empresas, grandes o no tan grandes.
El uso y proliferación de las nuevas tecnologías pone a nuestro alcance infinidad de recursos que facilitan nuestro día a día, pero que a su vez pueden ser fuente de problemas. Resulta de lo más habitual que en nuestro puesto de trabajo tengamos acceso a un ordenador con conexión a internet, así como que la empresa nos facilite una dirección de correo electrónico específica para el desempeño de nuestras labores.
Es más, en muchas ocasiones el empresario facilita también otros dispositivos electrónicos, como teléfonos móviles, ordenadores portátiles o tablets.
Nada impide a los trabajadores que hagan uso de su dirección electrónica profesional, no sólo para asuntos propiamente laborales, sino también para temas personales. Igualmente sucede con el resto de dispositivos que la empresa pone a su alcance.
A partir de aquí, pueden aparecer los conflictos. Imaginemos que el empresario sospecha que su empleado está usando su correo profesional para la captación de clientes al margen de la labor profesional que presta en la empresa, o que su rendimiento es bajo porque pasa la mayor parte de su jornada laboral navegando en internet por causas totalmente ajenas a su labor profesional. ¿Puede el empresario revisar sin más su bandeja de correo o su historial de búsquedas en internet para la adopción de las medidas disciplinarias correspondientes? La respuesta, a priori, es no.
Hemos puesto únicamente dos ejemplos, pero la casuística puede ser infinita, y como es mejor prevenir que curar, lo que deberá hacer el empresario es informar. ¿Cómo? Lo más recomendable es facilitar a los trabajadores un protocolo de uso de dispositivos electrónicos que contenga las pautas a seguir en el empleo de las herramientas tecnológicas facilitadas por la empresa. En dicho documento, que deberá ser puesto a disposición del trabajador idealmente en el momento de su contratación, se puede incluir:
Así pues, recomendamos encarecidamente la preparación y firma de esta suerte de “protocolo informático” que podrá evitar gran número de problemas en el futuro, conflictos que son cada vez más habituales. Con la preparación y puesta a disposición de este documento, respetamos en general el derecho a la protección de datos personales del trabajador, siempre y cuando el empresario no se exceda en sus facultades de control y se respeten los límites previstos jurisprudencialmente.
Resulta asimismo habitual la existencia de cámaras de videovigilancia en el puesto de trabajo. Nada impide al empresario la colocación de estas cámaras siempre que, una vez más, se respete la normativa de protección de datos personales.
En la página web de la Agencia Española de Protección de Datos podemos encontrar numerosos recursos que nos permitirán discernir qué premisas se deben tomar en consideración para la instalación de estas cámaras.
Nos centraremos ahora únicamente en las cámaras que se instalan para vigilar el puesto de trabajo, ya que constituye el objeto de este artículo. Resumiremos los aspectos más importantes a tener en cuenta, no obstante, no nos centraremos ahora en el detalle de la extensa e importantísima jurisprudencia que se ha dictado en estos supuestos, con la voluntad de ofrecer una visión sucinta y general del asunto.
El empresario deberá tener en cuenta los siguientes requisitos esenciales para la instalación de cámaras de videovigilancia:
Debemos detenernos un momento en el requisito de la información a los trabajadores, que ya hemos comentado en el supuesto anterior del protocolo informático. Igual que sucedía en ese caso, deviene necesario que el empleador informe al trabajador acerca de la existencia de cámaras de videovigilancia. El empresario debe poder acreditar en cualquier momento que dicha información ha sido facilitada, no sólo mediante la colocación de carteles, sino también de forma directa. Por ello, lo más efectivo será incluir una cláusula específica en el contrato de trabajo, o bien introducir el uso de sistemas informáticos y la existencia de cámaras de videovigilancia en un mismo protocolo a firmar por el trabajador.
Insistimos, pues, en la importancia de elaborar estos protocolos de forma completa para asegurar la debida protección de los derechos e intereses, tanto del trabajador como del empresario.
Control de oficio de la nulidad contractual y pactos de no concurrencia en los contratos de franquiciaEl pasado 20 de noviembre de 2019 la Sección 3ª de la Audiencia Provincial de Badajoz dictó sentencia, con alta catalogación en las distintas bases jurisprudenciales, que aborda, entre otros particulares, importantes cuestiones como la apreciación de oficio por parte del juzgador de la nulidad de un contrato o de cláusulas del mismo y la vigencia del pacto de no concurrencia postcontractual estipulado, en ese caso enjuiciado, en un contrato de franquicia.
Abordando la primera de las cuestiones apuntadas, relativa a si cabe la apreciación de oficio por el juzgador de la nulidad del contrato de franquicia objeto de esa litis por entender que establecía una cláusula nula, dijo el juez de instancia, justificando su declaración de nulidad de oficio, que «Es doctrina jurisprudencial consolidada la que acuerda que la nulidad de los contratos litigiosos, ejemplo de la ineficacia más radical, puede y debe ser apreciada de oficio por el Tribunal, al que no cabe exigir, por el silencio de las partes en ese punto, que omita las declaraciones correspondientes, otorgando complaciente cobertura a unos acuerdos, por razón de su causa concreta, notoriamente ilícitos y manifiestamente contrarios a la moral y al orden público, absurdo ético-jurídico inadmisible. En este sentido, la sentencia núm. 760/2006, de 20 de julio, en un asunto en el que la decisión de la Audiencia Provincial no había sido consecuencia de la estimación de los motivos esgrimidos en el recurso de apelación formulado por el recurrente, sino de la declaración de oficio de nulidad de los contratos, declaró: “[…] es reiterada doctrina jurisprudencial que el artículo 359 [de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 impide a los Tribunales decidir «ex officio», como base a un fallo desestimatorio, la ineficacia o inexistencia de los contratos radicalmente nulos, en las coyunturas en que sus cláusulas puedan amparar hechos delictivos o ser manifiesta y notoriamente ilegales, contrarias a la moral, al orden público, ilícitas o constitutivas de débito y hacen que los Tribunales constaten la ineficacia más radical de determinada relación obligatoria”».
Pronunciamiento frente al que la Audiencia Provincial de Badajoz resolvió que si bien es cierto que este Tribunal, en su sentencia de fecha 17 de mayo de 2018 se pronunció afirmando la nulidad de un contrato de franquicia por imposición de condiciones ilícitas relativas a la fijación de precios por el franquiciador (actos restrictivos de la competencia que están prohibidos); era un supuesto en el que la franquiciada solicitó, vía demanda reconvencional, la nulidad del contrato de franquicia por la nulidad de dicha cláusula, siendo que, sin embargo, en el caso que ahora comentamos, no se formuló demanda reconvencional, es más, ni siquiera se planteó esta cuestión para oponerse a la demanda principal.
El Tribunal Supremo establece la posibilidad de declarar de oficio la nulidad de un contrato, ahora bien, el ejercicio de esta facultad del juzgador, para suplir la inactividad de la parte, es de carácter excepcional y restrictivo.
Así, dice el Tribunal Supremo, en su sentencia de fecha 9 de mayo de 2011 (RJ 2011, 3849) , recurso núm. 1350/2007, en un supuesto de un contrato de suministro en exclusiva de carburantes y combustibles, donde la causa de nulidad invocada era que esa relación jurídica compleja estaba incursa en la prohibición del artículo 81 del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea (RCL 1999, 1205) , hoy artículo 101 del TFUE, precisamente, el invocado por el juzgador de instancia, y donde en el recurso se pretendía que la nulidad pedida en la demanda por la recurrente se declarase por una razón, la fijación del precio de venta al público por la abastecedora Repsol, distinta de las invocadas en la propia demanda, -la cuota de mercado de Repsol superior al 30% y la duración de la exclusiva de abastecimiento superior a cinco años-, se decía, que tratándose de contratos de suministro a estaciones de servicio cuya nulidad de pleno derecho se funde en el artículo 81 del Tratado, la doctrina de esa Sala es la tutela del interés privado legítimo en materia de relaciones jurídicas sobre estaciones de servicio, y por ello, la nulidad no puede apreciarse de oficio por los Tribunales al margen de lo pedido por las partes; así, dice:
«[…] Los cuatro motivos así planteados deben ser desestimados porque, como se desprende de sus respectivos alegatos, y más especialmente de la formulación y alegato del motivo cuarto, lo que pretenden es que la nulidad pedida en la demanda de la hoy recurrente se declare por una razón, la fijación del precio de venta al público por la abastecedora Repsol, distinta de las invocadas en la propia demanda, que fueron, con base en el Reglamento (CE) nº 2790/99 (LCEur 1999, 4030) , la cuota de mercado de Repsol superior al 30% (art. 3.1) y la duración de la exclusiva de abastecimiento superior a cinco años ( art. 5.a ).
Esta pretensión de la hoy recurrente fue rechazada por la sentencia impugnada y lo fue correctamente, porque la posibilidad de declarar de oficio la nulidad de pleno derecho de un negocio jurídico, ciertamente reconocida por la jurisprudencia, no supone que siempre haya de ser declarada. Muy al contrario, tratándose de contratos o acuerdos de suministro a estaciones de servicio cuya nulidad de pleno derecho se funde en el apdo. 2 del art. 81 del Tratado, por incurrir en la prohibición de su apdo. 1, la doctrina de esta Sala, partiendo de que la aplicación del Derecho de la Unión o nacional de defensa de la competencia por los órganos jurisdiccionales civiles no se orienta primordialmente a la protección del interés público o del orden público económico sino a la tutela del interés privado, evidentemente siempre que este sea legítimo (SSTS 15-4-09 en rec. 1016/04 y 5-5-10 en rec. 117/06), rechaza que en apelación pueda declararse la nulidad por una causa no invocada en la demanda o en casación apreciarse una infracción consistente precisamente en no haberse declarado tal nulidad. Así, la sentencia de 30 de junio de 2009 (rec. 369/05 ) puntualiza, de un lado, que la jurisprudencia siempre ha exhortado a la prudencia y moderación de los tribunales a la hora de declarar de oficio la nulidad de un negocio jurídico, pues la sanción de nulidad debe reservarse, según SSTS 25-9-06, 27-2-04 y 18-6- 02 entre otras, a los casos en que concurran trascendentales razones que hagan patente el carácter del acto gravemente contrario a la ley, la moral y el orden público; y de otro, que en materia de relaciones jurídicas similares a la aquí litigiosa, sobre estaciones de servicio, la nulidad no puede apreciarse de oficio por los tribunales al margen de las pretensiones iniciales de las partes ni del ámbito de la segunda instancia asimismo delimitado por las partes, y menos aun haciendo de la casación un litigio totalmente diferente del planteado en primera instancia, como ya habían declarado las sentencias de 15 de marzo de 2006 (rec. 1936/99 ) y 6 de octubre de 2006 (rec. 4705/99 ).
Esta jurisprudencia se viene manteniendo en sentencias como las de 24 de febrero de 2010 (rec. 1110/05 ) y 31 de marzo de 2011 (rec. 321/07 ) y no está en contradicción con la sentencia de 2 de junio de 2000 (rec. 2355/95 ), especialmente citada por la parte recurrente en apoyo de su tesis de la nulidad de oficio, pues en el caso entonces enjuiciado la nulidad del contrato se había planteado desde el momento mismo de la contestación a la demanda […]».
Y recientemente, el Tribunal Supremo en su sentencia de 28 de septiembre de 2019, recurso núm. 1226/2016, en un supuesto de una acción de cumplimiento de contrato de abastecimiento de hidrocarburos en régimen de compra en firme, se refería que resultaba inviable la pretensión de que tres contratos que se habían venido ejecutando pacíficamente durante la vigencia del Reglamento 1984/83 se transformaran en contratos diferentes por aplicación del Reglamento 2790/99, sin pedir la nulidad de los celebrados por su incompatibilidad con el artículo 81 CE, y rechaza esa declaración de nulidad de oficio.
En segundo lugar, aborda la resolución judicial que estamos comentando la validez de la cláusula de no competencia postcontractual inserta en un contrato de franquicia, y con ello, la imposición de la correspondiente penalización pactada.
Al respecto, en el contrato de franquicia enjuiciado se estipuló lo siguiente: «El franquiciado y/o cada uno de sus socios se abstendrá de desarrollar otro negocio, ya dentro, ya fuera del territorio expresado, en cualquier modalidad posible (tienda propia, franquicia, franquiciador, franquiciado, máster franquicia, máster franquiciador, multi-franquiciado, etcétera) o cualquier fórmula posible en el que se ejerza una actividad de venta similar a la que es objeto de la franquicia durante la vigencia de este contrato y los cinco años posteriores a la expiración del mismo, sea de forma directa o a través de personas físicas o jurídicas interpuestas, estableciéndose una cláusula penal por incumplimiento de la misma de 120.000 euros».
Al respecto, concluye la Audiencia Provincial de Badajoz que «no podemos decir que la cláusula sea abusiva. Estamos ante un contrato entre dos empresarios, con lo cual solo rige el Código Civil. No hay control específico de abusividad entre profesionales. Es decir, la nulidad de la cláusula solo podría justificarse en los estrechos límites que el artículo 1255 del Código Civil impone a la autonomía de la voluntad (sentencia del Tribunal Supremo 74/2018, de 14 de febrero)».
Dicho esto, nos encontramos en este caso con una pena con función coercitiva, sancionadora o punitiva. El Código Civil lo permite: el artículo 1152 admite penas que no sustituyen, sino que se acumulan a la indemnización de daños y perjuicios (sentencia del Tribunal Supremo 197/2016, de 30 de marzo). Los allí litigantes pactaron un compromiso de permanencia, de exclusividad y no competencia. Y como sanción a eso fijaron una pena.
En sentencia de esa misma Audiencia Provincial de fecha 28 de mayo de 2019, recurso núm. 270/2018, se apuntaba: «En este caso la cláusula no es ilegible, ni ambigua, ni oscura. Establece con meridiana claridad un pacto de no concurrencia o no competencia durante la vigencia del contrato y en las relaciones post contractuales durante cinco años».
La cláusula de no concurrencia es usual en este tipo de contratos en los que pesa la confianza y cuya idea es proteger del know how del franquiciador y evitar problemas con la clientela, que podrían darse si puede explotar el mismo tipo de negocio en el mismo ámbito geográfico y en un local de apariencia y funcionamiento similar. Amén de confundir a la clientela, habría que pensar en la deslealtad del acto que pretende retenerla, e impide a su antiguo contratante el desarrollo pacífico de su empresa nombrando nuevos franquiciados.
Por todo lo cual, procede admitir la validez del pacto de no competencia en un contrato de franquicia y la penalización libremente pactada.
Régimen y funcionamiento de los puertos en las Illes BalearsAtendiendo a la insularidad en la que vivimos cobran mucha importancia los puertos existentes tanto por su función de transporte de pasajeros o de mercancías así como para la práctica de deportes náuticos, como la vela, o para el atraque y pernoctación de embarcaciones de toda clase, especialmente las de recreo.
Si bien, existen diferencias entre puertos en función de la autoridad competente y de la forma de gestión de los mismos.
Por una parte, podemos distinguir entre los puertos cuya competencia es del Estado y los puertos cuya competencia corresponde a la comunidad autónoma de las Illes Balears.
Dicha distinción la encontramos también respecto de la legislación aplicable. Por un lado, los puertos cuya competencia corresponde al Estado se rigen por el Real Decreto Legislativo 2/2011, de 5 de septiembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Puertos del Estado y de la Marina Mercante, mientras que los puertos dependientes de la Administración autonómica están regulados por la Ley 10/2005 de 21 de junio, de puertos de las Illes Balears.
Así, los puertos de gestión estatal en Balears, a través de la Autoridad Portuaria, serían el puerto de Palma, el de Alcúdia, Ibiza, Mahón y el de la Savina. El resto de puertos autonómicos están gestionados por Ports de las Illes Balears.
Dentro de dicha gestión, Ports gestiona directamente, por ejemplo, el Port de Sant Antoni de Portmany en Ibiza, los puertos de Ciutadella y Fornells en Menorca o los puertos de la Colonia de Sant Jordi, de Sóller o el Club de Vela del Port d’Andratx.
La ley de Puertos del Estado diferencia, asimismo, entre aquellos que son comerciales y los que no lo son. Los primeros serían aquellos que, en razón a las características de su tráfico, reúnen condiciones técnicas, de seguridad y de control administrativo para que en ellos se realicen actividades comerciales portuarias, como las de estiba, desestiba, carga, descarga, transbordo y almacenamiento de mercancías de cualquier tipo, así como el tráfico de pasajeros. No se considerarían puertos comerciales los puertos pesqueros, que son los destinados exclusiva o fundamentalmente a la descarga de pesca fresca desde los buques utilizados para su captura, los destinados a proporcionar abrigo suficiente a las embarcaciones en caso de temporal, siempre que no se realicen en ellos operaciones comerciales portuarias ni los que estén destinados para ser utilizados exclusiva o principalmente por embarcaciones deportivas o de recreo.
Asimismo, los puertos pueden ser considerados de interés general cuando en ellos se realicen actividades comerciales marítimas internacionales, su zona de influencia comercial afecte de forma relevante a más de una Comunidad Autónoma, sirvan a industrias o establecimientos de importancia estratégica para la economía nacional o que por sus especiales condiciones técnicas o geográficas constituyan elementos esenciales para la seguridad del tráfico marítimo, especialmente en territorios insulares.
Tanto la Autoridad Portuaria como Ports de les Illes Balears pueden permitir actividades, instalaciones y obras en los espacios portuarios a través de autorizaciones o concesiones.
Las autorizaciones se otorgan por ambas administraciones públicas generalmente en supuestos como la ocupación del dominio público portuario con bienes muebles o instalaciones desmontables, por plazo no superior a tres años.
La ley de Puertos de las Illes Balears establece unas disposiciones específicas para la autorización del uso de puestos de amarre de embarcaciones de recreo.
Respecto de los puertos gestionados directamente por Ports de Illes Balears, las autorizaciones se otorgan con carácter personal e intransferible, para un solo titular y para una embarcación determinada. Excepcionalmente, se admite, por una sola vez y para la misma embarcación, la transmisión por causa de muerte de la autorización otorgada a una persona física a favor del derechohabiente, en el supuesto de la muerte de la persona titular de la autorización, por un plazo máximo de dos años, a contar desde la finalización del año natural en que ésta se ha producido. Una vez transcurrido este plazo, queda sin efecto la autorización, y la embarcación debe abandonar el lugar.
Por otra parte, las concesiones se otorgan para la ocupación del dominio público portuario, con obras o instalaciones no desmontables o usos por plazo superior a tres años.
El plazo máximo para las concesiones otorgadas por la Autoridad Portuaria sería de 50 años mientras que por parte de Ports se pueden conceder, actualmente, hasta un máximo de 35 años.
Los puertos en las Illes Balears que no están gestionados directamente por la Autoridad Portuaria o por Ports de les Illes Balears, se explotan a través de concesiones. Se trataría de una gestión indirecta. Ejemplos de concesiones dentro de puertos pertenecientes a la Autoridad Portuaria serían el Real Club Náutico de Palma o el Club de Mar. Puertos explotados indirectamente mediante una concesión a través de Ports de les Illes Balears serían, por ejemplo, Puerto Portals o Port Adriano.
Las concesionarias de los puertos pueden ceder a terceros derechos temporales de uso para amarres.
La relación contractual entre la concesionaria y un adquirente de un derecho de uso de amarre tendrá carácter privado y afectará únicamente a las partes contractuales. Por ello, no afectará a la concesión en sí ni existirá relación contractual con la Autoridad Portuaria o Ports de Illes Balears.
Si bien, la Ley de Puertos de Illes Balears establece los siguientes requisitos para dichas transmisiones:
Por ello, en una adquisición de un amarre es importante revisar, entre otros aspectos, la vigencia del título concesional y el plazo de duración restante.
Asimismo, es habitual que la concesionaria se haya reservado un derecho de adquisición preferente del amarre por lo que requerirá su conocimiento antes de dicha transmisión.
Por último, es igualmente relevante asegurarse que el amarre está al corriente de pago y está libre de cargas.
El plazo sui géneris del artículo 110.4 LRJSEl pasado 5 de noviembre de 2019 la Sala de lo Social del Tribunal Supremo dictó sentencia en unificación de doctrina a los fines de determinar si el plazo de siete días que establece el artículo 110.4 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social (“LRJS”) para efectuar un nuevo despido, a contar desde la notificación de la sentencia que declaró el despido improcedente, es un plazo procesal o sustantivo.
Se sostuvo, en esencia, por la parte recurrente en ese proceso, que la norma no contempla ni permite la subsanación, propiamente dicha, dentro del proceso, de los defectos de forma de que adolece el despido ya enjuiciado, sino la realización de un despido nuevo, despido que nada tiene que ver con el anterior y en el que se pueden alegar además hechos distintos, lo que implica la desconexión con el anterior y de cualquier marco procesal, estando por tanto situado fuera y antes de cualquier proceso judicial ya iniciado o por iniciar, independientemente que el dies a quo para el cómputo del plazo se fije en la notificación de la sentencia anterior y el empleador sea más o menos diligente en respetar el límite garantista, tratándose de un trámite preprocesal y, por tanto, de un plazo civil.
El artículo 110.4 de la LRJS establece:
«Cuando el despido fuese declarado improcedente por incumplimiento de los requisitos de forma establecidos y se hubiese optado por la readmisión, podrá efectuarse un nuevo despido dentro del plazo de siete días desde la notificación de la sentencia. Dicho despido no constituirá una subsanación del primitivo acto extintivo, sino un nuevo despido, que surtirá efectos desde su fecha».
Una primera visión de la cuestión podría conducirnos a concluir que, puesto que la regulación contenida en el artículo 110.4 aparece recogida en una norma procesal y lo ha estado desde su introducción en nuestro ordenamiento por mor de lo dispuesto en la Ley 11/1994, de 19 de mayo, nos encontramos en presencia de una norma procesal y, en consecuencia, el plazo que establece de siete días para que el empresario, en el supuesto de que el despido haya sido declarado improcedente por defectos de forma, pueda efectuar un nuevo despido, es un plazo procesal.
No obstante, dice el Alto Tribunal, dicha conclusión resulta desvirtuada porque la naturaleza de las normas no depende de su ubicación en un determinado texto. El criterio que se aplica para determinar la naturaleza procesal de una norma es el ámbito en el que incide la consecuencia jurídica prevista en la misma; si tiene reflejo en el proceso -atiende a la conducta de las partes, de los intervinientes en el proceso, del juez o se refiere a actos procesales, tanto a la forma como a sus presupuestos, requisitos y efectos- la norma será procesal.
Tal y como se puso de relieve en la sentencia del propio Tribunal Supremo de 25 de enero de 2007, reproduciendo la sentencia de 26 de octubre de 2006, en la que se examinó la naturaleza del plazo de veinte días que para el ejercicio de la acción de despido establece el artículo 59.3 del ET:
«Ciertamente, el plazo de veinte días que para el ejercicio de la acción de despido establece el art. 59.3 del ET, es de caducidad, y la institución de la caducidad opera, en principio, en el plano del Derecho material o sustantivo y no en el del Derecho procesal, y así lo ha señalado ya esta Sala, entre otras, en su Sentencia de 14 de Junio de 1988, votada por todos los miembros que a la sazón la componían, en cuyo cuarto fundamento se dice que «el plazo que se estudia tiene entidad sustantiva y no procesal, pues sólo gozan de esta última condición aquellos que marcan los tiempos del proceso, que es donde se desarrolla la actuación judicial. De ahí, el mandato del art. 303 de la Ley de Enjuiciamiento civil [se refiere a la del año 1881], según el cual «los términos judiciales empezarán a correr desde el día siguiente al en que se hubiese hecho el emplazamiento, citación o notificación y se contará en ellos el día del vencimiento». El plazo de caducidad que se examina se desarrolla fuera y antes del proceso, aunque opere como día final el de presentación de la demanda; no media durante su transcurso actuación judicial alguna, pues, como es obvio, no es tal ni tiene entidad procesal, contrariamente a como erróneamente sostiene el recurrente, el trámite conciliatorio ante el órgano administrativo».
Así, concluye la Sala, el plazo de siete días concedido al empresario para que pueda realizar un nuevo despido, a partir de la notificación de la sentencia que ha declarado el despido improcedente no es un plazo procesal, si bien el cómputo se inicia a partir de un acto procesal -la notificación al empresario de la sentencia declarando la improcedencia del despido- la decisión unilateral del empresario procediendo a extinguir la relación laboral mediante un nuevo despido produce sus efectos al margen del proceso, se desarrolla fuera y al margen del mismo, sin perjuicio de que si el despido es impugnado nazca un nuevo proceso. El efecto se produce en la relación sustantiva ya que extingue la relación laboral habida entre el empresario y el trabajador. Por lo tanto, no nos encontramos ante un plazo procesal.
Sin embargo, añade la Sala, el plazo examinado es un plazo «sui generis» ya que el artículo 110.4 de la LRJS, no se limita a fijar el «dies a quo» para su cómputo -el día en el que se notifica la sentencia declarando improcedente el despido- sino que establece un requisito y es que se haya optado por la readmisión, opción que deberá ser anterior o simultánea a la realización del nuevo despido. Si la posibilidad de efectuar un nuevo despido está subordinada a que previa o simultáneamente se haya optado por la readmisión, y el plazo fijado para efectuar la opción es de cinco días hábiles -plazo procesal- no resulta posible que los siete días para efectuar el despido sean días naturales. La razón es que podría ocurrir que no hubiera finalizado el plazo de opción -por ejemplo si en los cinco días coincide un día de fiesta, un sábado y un domingo- y ya hubiera terminado el plazo de los siete días. Al estar subordinado el plazo de los siete días para efectuar un nuevo despido a que se haya efectuado la opción en plazo de cinco días y esta plazo es procesal, necesariamente se ha de concluir que en el cómputo del plazo de siete días, han de descontarse, exactamente igual que en el cómputo de los cinco días, los días inhábiles.
La solución contraria podría suponer una vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva al reducir, por esta vía indirecta, el plazo para ejercitar la opción ya que habría de efectuarse antes de que transcurra el plazo de siete días para realizar un nuevo despido y en determinadas circunstancias, como antes ha quedado consignado, terminaría antes el plazo de siete días que el plazo de cinco días.
A mayor abundamiento señala el Alto Tribunal que ya apuntó implícitamente a la peculiaridad de este plazo en la sentencia de esta Sala de 8 de junio de 2009, recurso 2059/2008, en la que se admitió que el plazo de siete días para efectuar un nuevo despido -entonces artículo 110.4 LPL- quedaba suspendido durante la tramitación de expediente disciplinario al trabajador. La sentencia contiene el siguiente razonamiento:
«Conjugando entonces tales principios, la doctrina de la Sala contenida en la sentencia de contraste supone que cuando el trámite formal de la tramitación del expediente contradictorio se inicie dentro de los siete días y tenga una duración razonable, los días que se inviertan en ese trámite han de quedar excluidos del cómputo, lo que en el caso de autos equivale a entender que efectivamente la empresa utilizó ese trámite que le ofrecía el número 4 del artículo 1110 LPL de manera adecuada y dentro del plazo legal, desde el momento en que la sentencia de despido improcedente se notificó el 16 de mayo a la empresa, el expediente se tramitó en tres días, desde el 22 al 26 de mayo de 2.006, y el nuevo despido se produjo el día 26 de mayo, con efectos del 27».
Si se ha admitido la posibilidad de suspender el plazo de los siete días se está implícitamente reconociendo la peculiar naturaleza de dicho plazo.
Como nos recuerda la Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de octubre de 2006:
«Sin embargo, esto no resulta totalmente predicable respecto de la caducidad que aquí nos ocupa, pues ya el propio art. 59.3 del ET señala que, pese a tratarse de un plazo de caducidad, los días que lo componen serán hábiles, y asimismo que tal plazo «quedará interrumpido» (rectius «suspendido», pues el plazo no comienza a contarse de nuevo a partir de la suspensión de su transcurso, sino que se «suelda» o anexiona al que faltaba por cumplir) por la presentación de la solicitud de conciliación ante el órgano público competente. Por su parte, el art. 103.1 de la LPL reitera la calificación de caducidad que se atribuye al plazo que nos ocupa y también puntualiza que los veinte días serán hábiles. Todo ello quiere decir que el legislador ha querido atribuir una singular influencia procesal a la caducidad de la que aquí tratamos (aun sin hacerla perder su naturaleza sustantiva o material), pues de otro modo no se explicaría, ni la suspensión del plazo durante el tiempo empleado en el intento de conciliación preprocesal, ni tampoco el que los días de tal plazo hayan de ser hábiles, pues el concepto de días hábiles únicamente opera -aparte de en el procedimiento administrativo en el proceso judicial, pero nunca en el ámbito del ordenamiento material o sustantivo».
En definitiva no nos encontramos ante un plazo procesal sino ante un plazo sustantivo que, por la peculiaridad de su regulación, presenta una singular influencia procesal lo que acarrea que únicamente hayan de considerarse los días hábiles en el cómputo del plazo del artículo 110.4 de la LRJS.
Videoblog | Qué ocurre tras la finalización del contrato de arrendamiento de un inmueble«Qué debe tener en cuenta el arrendador de un inmueble cuando ha finalizado el plazo fijado en el contrato», un asunto sobre el que reflexiona Aina Lladó atendiendo las preguntas de Aina Sbert, ambas abogadas de Bufete Buades. Un dato a tener muy en cuenta: «cuando el contrato originario de arrendamiento está extinguido y se inicia uno nuevo, los pactos que rigen este nuevo acuerdo son, de forma general, los del contrato primitivo pero con algunas salvedades respecto del plazo y las garantía de terceros».
Dedico esta entrada a sugerente cuestión tratada recientemente por el Juzgado de lo Mercantil número 2 de Valencia y que resuelve en su sentencia del pasado 21 de octubre de 2019.
El supuesto de hecho tratado en ese litigio es diáfano: la Junta General de socios de la sociedad demandada al tiempo de acordar el reparto de dividendos en determinada cantidad dispuso retener el pago del importe correspondiente a determinado socio por tener éste deuda frente a esa sociedad en virtud de sentencia judicial firme (en ese supuesto por incumplimiento de una prestación accesoria), la cual, no obstante, no se hallaba a la fecha del acuerdo social liquidada por esa resolución judicial.
Impugnado ese acuerdo social por el socio en cuestión, se dirime si la Junta General de la sociedad demandada puede acordar la retención del dividendo acordado en garantía de su crédito pendiente de liquidación a la fecha del acuerdo.
Por tanto, el objeto de discusión es una cuestión jurídica y es pertinente para su análisis valorar determinadas instituciones legales, como son el derecho al dividendo del socio y el derecho de retención, para determinar si cabe que la sociedad pueda retener estos dividendos en garantía de su crédito.
El derecho al dividendo es una de las cuestiones más polémicas de la Ley de Sociedades de Capital (“LSC”), tanto por su regulación inicial con el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, como la posterior reforma operada con la Ley 11/2018, de 28 de diciembre, por la que se modifica el Código de Comercio, el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, y la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas, en materia de información no financiera y diversidad (Ley 11/2018), particularmente, en ambos casos por la repercusión que tiene cara al ejercicio por el socio afectado por el no reparto de dividendos del derecho de separación.
El dividendo en la LSC se configura como un derecho del socio, y una obligación de la sociedad (arts. 4 bis, 83, 95, 99, 127, 218, 273, 275, 276, 277, 278, 326, 348 bis, 418, 498, 499, 529 ter, y 529 duodecis LSC), que se configura como la posibilidad del socio de participar en las ganancias de la sociedad (art. 93 a) LSC). Los dividendos sólo podrán repartirse con cargo al beneficio del ejercicio, o a reservas de libre disposición, si el valor del patrimonio neto no es o, a consecuencia del reparto, no resulta ser inferior al capital social realiza (art. 273.2 LSC); y su distribución en la sociedad de responsabilidad limitada, salvo disposición contraria de los estatutos, se realizará en proporción a su participación en el capital social (art. 273.2 LSC).la forma de pago se adoptara por la Junta General (art. 276.1 LSC), debiendo de efectuarse éste en el plazo máximo de será de doce meses a partir de la fecha del acuerdo de la junta general para su distribución(Art. 276.3 LSC), y a falta de acuerdo, en el domicilio social (art. 276.2 LSC).
Se trata de un derecho que es irrenunciable, si bien tras la reforma operada por el Ley 11/2018, en estatutos se puede restringir el derecho de separación del socio por este motivo (art. 348 bis 1 LSC), no operando esta causa de separación cuando el no reparto de dividendos se refiere a:
«a) Cuando se trate de sociedades cotizadas o sociedades cuyas acciones estén admitidas a negociación en un sistema multilateral de negociación.
b) Cuando la sociedad se encuentre en concurso.
c) Cuando, al amparo de la legislación concursal, la sociedad haya puesto en conocimiento del juzgado competente para la declaración de su concurso la iniciación de negociaciones para alcanzar un acuerdo de refinanciación o para obtener adhesiones a una propuesta anticipada de convenio, o cuando se haya comunicado a dicho juzgado la apertura de negociaciones para alcanzar un acuerdo extrajudicial de pagos.
d) Cuando la sociedad haya alcanzado un acuerdo de refinanciación que satisfaga las condiciones de irrescindibilidad fijadas en la legislación concursal.
e) Cuando se trate de Sociedades Anónimas Deportivas».
No consta ninguna excepción señalada en la LSC a la obligación de pago de dividendos y al derecho de cobro de los socios.
El derecho de retención, es una garantía que la Ley establece en determinados casos para proteger el derecho de la parte cumplidora de un contrato frente a la incumplidora, existiendo entre ambas un vínculo contractual. El derecho de retención carece de regulación unitaria, de autonomía propia y aparece ligado a alguna modalidad contractual. Se trata de una figura de configuración jurisprudencial en cuanto al su extensión y límites, de forma que a aquellos a los que la propia Ley reconoce esta facultad y con el alcance que también se establezca por la norma habilitante podrán ejercitarla, quedando prohibida toda aplicación extensiva a otros supuestos no contemplados por la Ley, por mucha analogía que quepa apreciar entre las figuras contractuales (STS, Civil sección 1 del 16 de febrero de 2004: «Los supuestos legales de retención han de interpretarse restrictivamente por su carácter excepcional, como lo es el reconocimiento de un derecho de auto- protección del acreedor para asegurarse el pago de una obligación. El recurrente no señala en absoluto la ubicación de su caso en algunos en los que la ley concede derecho de retención»).
Los supuestos contemplados en el Código Civil (“CC”) son:
a) El derecho de retención del poseedor de buena fe (art. 464.2 y 3 CC).
b) El derecho de derecho de retención del usufructuario (art. 502.3 CC).
c) El derecho de retención del contratista (art. 1600 CC).
d) El derecho de retención del mandatario (art. 1730 CC).
e) El derecho de retención del depositario (art. 1779 CC).
f) El derecho de retención del acreedor pignoraticio (art. 1859 CC).
g) El derecho de retención del acreedor anticrético (art. 1884 CC).
El Código de Comercio (“CCo”) también recoge la figura del derecho de retención en algún precepto como:
a) El derecho de retención en la sociedad comanditaria por acciones (art. 170 CCo)
b) El derecho de retención en el contrato de compañía mercantil (art. 219 CCo).
La Ley de Navegación Marítima (“LNM”) también recoge es figura en diversos preceptos relacionados con los distintos contratos marítimos:
a) El derecho de retención en el contrato de construcción de buque (art. 139 LNM).
b) El derecho de retención del porteador (arts. 237 y 238 LNM).
c) El derecho de retención en el contrato de pasaje (art. 296 LNM).
d) El derecho de retención en el contrato de manipulación portuaria (art. 338 LNM)
e) El derecho de retención en la avería la gruesa (art. 352 LNM).
f) El derecho de retención en el salvamento marítimo (art. 365 LNM), entre otros.
La LSC no contempla ninguna mención al derecho de retención, más allá de cuando habla de que el capital social es la cifra de retención y de garantía para los acreedores sociales (Punto IV Exposición de Motivos). Lo que implica que no hay previsión legal para la retención de cantidades, sin perjuicio de poder acudir a otros cauces como puede ser las medidas cautelares.
Partiendo de lo expuesto anteriormente, la falta de cobertura legal y, en su caso, estatutaria, hace que pueda afirmarse que los acuerdos impugnados en ese procedimiento judicial objeto de comentario sean contrarios a la Ley, vulnerando el derecho del socio al dividendo e infringiendo la previsión del artículo 93 a) LSC, en relación con el artículo 276.3 LSC, pues la sociedad, sin previsión normativa o estatutaria, no puede retener las cantidades que le corresponden al socio, por mucha deuda que éste tenga con aquélla. Efectivamente, en ese caso no es discutido que el actor haya sido condenado por incumplimiento de sus obligaciones para con la demandada, pero ni la supuesta cantidad adeudada en concepto de daños y perjuicios existía por no estar reflejada en la resolución judicial objeto de condena al actor, y tampoco se haya liquidada por lo no cabe compensación, pero además ni los Estatutos de la demandada, ni la LSC le dan cobertura para retener las cantidades en concepto de garantía de esa hipotética deuda futura. La demandada, de haberse cumplido los requisitos establecidos en los artículos 1195 y 1196 CC, podía haber compensado cantidades, lo cual no hizo por no ser líquida, vencida ni exigible la cantidad a la que han cuantificado los daños y perjuicios; o haber instando un procedimiento de medidas cautelares tras la interposición del recurso de casación, pero en lugar de eso optó por la vía errónea consistentes en la autocreación de un derecho de retención de frente a unos daños y perjuicios no declarados ni liquidados, que, aunque con la lógica finalidad de proteger su crédito frente a los incumplimientos declarados en sentencia del actor, carecía de amparo normativo y estatutario.
Videoblog | Diferencias entre la ocupación de una vivienda por precario y un comodatoEn este videoblog, el abogado y socio director de Bufete Buades, Miguel Reus, explica las diferencias existentes entre la ocupación de una vivienda por precario y un comodato. Como señala el letrado de la firma, «el comodato se regula dentro de lo que es un préstamo y eso implica la cesión del inmueble por una duración o un fin determinados».
El principio de dependencia jerárquica al que están sometidos los fiscales es un tema que genera mucho interés y confusión, tanto entre los ciudadanos, como entre los propios juristas. Por ello, me gustaría contribuir a aclarar algunos conceptos.
Conviene recordar que el Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional que está integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial. Tiene como funciones promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social, artículo 124 de la Constitución Española y artículo 1 de la Ley 50/1981, reguladora del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, en adelante EOMF.
¿Qué significa que el Ministerio Fiscal está “integrado con autonomía funcional en el poder judicial”? En España, Fiscalía y Judicatura son entes diferenciados, en los que los Jueces cuentan con una mayor independencia organizativa y funcional, mientras que las Fiscalías dependen orgánica y presupuestariamente, del Gobierno a través del Ministerio de Justicia, con ello no puede entenderse, ni mucho menos afirmar, que se integra en el Ministerio de Justicia como una dirección general más.
Los principios a los que se somete la actuación de la Fiscalía son los de legalidad, imparcialidad, unidad de actuación y dependencia jerárquica.
a. Dependencia jerárquica y unidad de actuación. La dependencia jerárquica termina en el Fiscal General del Estado, no existe dependencia jerárquica respecto del Ministro de Justicia, ni por supuesto del Presidente del Gobierno. Éstos tampoco pueden emitir órdenes al Fiscal General del Estado.
El principio de dependencia jerárquica existe exclusivamente para garantizar la unidad de actuación del Ministerio Fiscal en todo el territorio nacional, siendo necesario para garantizar la seguridad jurídica y la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
No existe dependencia jerárquica respecto del Gobierno. Aunque el Fiscal General del Estado sea nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno, Artículo 124.4 de la Constitución, y el artículo 8 del EOMF establezca que “El Gobierno podrá interesar del Fiscal General del Estado que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público”, ni el Presidente del Gobierno, ni el Ministro de Justicia pueden dar órdenes o instrucciones de obligado cumplimiento al Fiscal General del Estado, ni a ningún miembro del Ministerio Fiscal.
En orden a esta misma idea establece el artículo 55 EOMF: “Ningún miembro del Ministerio Fiscal podrá ser obligado a comparecer personalmente por razón de su cargo o función, ante las autoridades administrativas, sin perjuicio de los deberes de auxilio o asistencia entre autoridades. Tampoco podrá recibir ningún miembro del Ministerio Fiscal órdenes o indicaciones relativas al modo de cumplir sus funciones más que de sus superiores jerárquicos”, y esta “jerarquía” acaba en el Fiscal General del Estado.
La dependencia jerárquica existe únicamente para coordinar la unidad de actuación en todo el territorio nacional, garantizando en definitiva la igualdad de los ciudadanos en la aplicación de la ley. No tendría ningún sentido que por unos mismos hechos en Palma el fiscal pidiese un año de prisión, en Madrid 6 meses y en Sevilla el sobreseimiento y archivo de las actuaciones. Es más, si no existieran estos principios, podría producirse esta situación dentro de una misma fiscalía provincial en función del fiscal que llevase cada asunto.
Podría argumentarse que no existe problema en que cada fiscal mantenga una postura distinta pues en definitiva son los jueces o tribunales quienes dictan las correspondientes resoluciones. Aunque esto es cierto, es importante tener en cuenta el principio acusatorio que rige en nuestro ordenamiento penal. No existiendo acusación particular, si el fiscal pide el sobreseimiento y archivo de las actuaciones, el juez debe acordarlo. Igualmente, los jueces y tribunales de enjuiciamiento no pueden imponer una pena más grave que la pedida por la acusación, aunque estuviese dentro de los límites de pena previstos en la ley para ese delito. Por ello, la relevancia de que el Ministerio Fiscal tenga una actuación unificada en todo el territorio es vital.
b. Legalidad. El principio de legalidad, que viene recogido en el artículo 6 del EOMF, supone que actúan con sujeción exclusiva a la Constitución y a las leyes y no basándonos en criterios de oportunidad política, económica o de otra índole. Son aplicadores del derecho, con independencia de la opinión personal o profesional que les merezcan las leyes, cuya aprobación y modificación compete al legislador. Esto es una garantía esencial de la separación de poderes, base de cualquier sistema democrático.
c. Imparcialidad. Respecto del principio de imparcialidad, establece el artículo 7 que el Ministerio Fiscal actuará con plena objetividad e independencia en defensa de los intereses que le estén encomendados.
Esta imparcialidad no se compromete por la existencia de una actuación coordinada en todo el territorio nacional, articulada a través de la dependencia jerárquica. Nunca se ha dudado de la independencia e imparcialidad de jueces y magistrados, por el mero hecho de que los tribunales instancias superiores puedan revocar sus decisiones cuando se interpone un recurso. El sistema de recursos, entre otras cosas, es una garantía para los ciudadanos que dota de seguridad jurídica a nuestro sistema.
En resumen, los fiscales actúan conforme a los principios de imparcialidad y legalidad. El único criterio que guía su proceder debe ser garantizar el cumplimiento del ordenamiento jurídico. Estos principios no se ven empañados por el de dependencia jerárquica ya que juegan en planos distintos. Este último tiene por finalidad garantizar la unidad de actuación en favor siempre de los ciudadanos y del Estado de derecho. Las órdenes o instrucciones que en su caso se impartan deben basarse en criterios jurídicos y no de otra índole.
La Fiscalía es autónoma, pero sujeta al principio de jerarquía; sin embargo, el principio de jerarquía hay que entenderlo como una garantía de la unidad de criterio, es decir, para el tratamiento igual de los ciudadanos ante la ley, en particular ante la ley penal, pero no puede entenderse si no es en relación con el principio de imparcialidad.
Derecho a la desconexión digitalEl pasado 31 de octubre de 2019 el Juzgado de lo Social nº 23 de Madrid dictó sentencia resolviendo impugnación de una sanción empresarial a un trabajador por negarse a ejecutar determinados cursos de formación on line durante un período de descanso, siendo que la orden que se consideró desobedecida se cursó por conducto electrónico también durante el referido período de descanso.
La resolución judicial anterior nos sirve de pretexto para analizar el que se ha venido en denominar como “derecho a la desconexión digital” en el ámbito laboral, según el cual existe un derecho fundamental a la desconexión informática durante el tiempo de descanso, derecho éste que se considera integrante del derecho fundamental a la intimidad personal y familiar contemplado en el artículo 18.4 de la Constitución Española, derecho reforzado especialmente tras la entrada en vigor el 7 de diciembre de 2018 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre de 2018, de protección de datos personales.
Ciertamente, el artículo 18.4 de la Constitución española reconoce el derecho fundamental a la protección de datos personales, disponiendo que «la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos».
Pero el objeto de esa Ley no es garantizar el derecho al descanso en toda su amplitud, sin intromisión en el mismo de obligaciones laborales o, en ese caso enjuiciado, formativas que puedan perturbarlo, sino, como se desprende de su Preámbulo, con referencia a dos anteriores sentencias del Tribunal Constitucional (la 94/1998, de 4 de mayo, y la 292/2000, de 30 de noviembre), «el derecho fundamental a la protección de datos por el que se garantiza a la persona el control sobre sus datos, cualesquiera datos personales, y sobre su uso y destino, para evitar el tráfico ilícito de los mismos o lesivo para la dignidad y los derechos de los afectados; de esta forma, el derecho a la protección de datos se configura como una facultad del ciudadano para oponerse a que determinados datos personales sean usados para fines distintos a aquel que justificó su obtención. Por su parte, en la Sentencia 292/2000, de 30 de noviembre, lo considera como un derecho autónomo e independiente que consiste en un poder de disposición y de control sobre los datos personales que faculta a la persona para decidir cuáles de esos datos proporcionar a un tercero, sea el Estado o un particular, o cuáles puede este tercero recabar, y que también permite al individuo saber quién posee esos datos personales y para qué, pudiendo oponerse a esa posesión o uso».
Es, sin embargo, igualmente cierta la existencia actualmente de una hipertrofia de uso de la informática comunicativa mediante internet, de manera que ya no sólo por los ordenadores, sino también y más intensamente a través de los teléfonos móviles las empresas pueden invadir el periodo de descanso –que ha de entenderse, conforme al art. 2 de la Directiva 03/88/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 4 de noviembre de 2.003, relativa a determinados aspectos de la ordenación del tiempo de trabajo, «todo período que no sea tiempo de trabajo»– e incluso mezclar con el tiempo de descanso el tiempo de trabajo –«todo período durante el cual el trabajador permanezca en el trabajo, a disposición del empresario y en ejercicio de su actividad o de sus funciones, de conformidad con las legislaciones y/o prácticas nacionales», conforme al precepto comunitario referido–.
El Título X de esa Ley Orgánica acomete la tarea «de reconocer y garantizar un elenco de derechos digitales de los ciudadanos conforme al mandato establecido en la Constitución de garantizar el honor y la intimidad personal» (Preámbulo). Como también se dice en el mismo, «en particular, son objeto de regulación los derechos y libertades predicables al entorno de Internet como la neutralidad de la Red y el acceso universal o los derechos a la seguridad y educación digital así como los derechos al olvido, a la portabilidad y al testamento digital. Ocupa un lugar relevante el reconocimiento del derecho a la desconexión digital en el marco del derecho a la intimidad en el uso de dispositivos digitales en el ámbito laboral y la protección de los menores en Internet. Finalmente, resulta destacable la garantía de la libertad de expresión y el derecho a la aclaración de informaciones en medios de comunicación digitales».
Ese derecho a la desconexión digital en el ámbito laboral se plasma en la introducción de un artículo 30 bis en el Estatuto de los Trabajadores -por la disposición adicional décimo tercera- “Derechos de los trabajadores a la intimidad en relación con el entorno digital y a la desconexión”; pero se concreta el contenido de ese derecho fundamental, por lo dispuesto en el art. 88 de esta Ley Orgánica, “Derecho a la desconexión digital en el ámbito laboral”:
«1. Los trabajadores y los empleados públicos tendrán derecho a la desconexión digital a fin de garantizar, fuera del tiempo de trabajo legal o convencionalmente establecido, el respeto de su tiempo de descanso, permisos y vacaciones, así como de su intimidad personal y familiar.
2. Las modalidades de ejercicio de este derecho atenderán a la naturaleza y objeto de la relación laboral, potenciarán el derecho a la conciliación de la actividad laboral y la vida personal y familiar y se sujetarán a lo establecido en la negociación colectiva o, en su defecto, a lo acordado entre la empresa y los representantes de los trabajadores.
3. El empleador, previa audiencia de los representantes de los trabajadores, elaborará una política interna dirigida a trabajadores, incluidos los que ocupen puestos directivos, en la que definirán las modalidades de ejercicio del derecho a la desconexión y las acciones de formación y de sensibilización del personal sobre un uso razonable de las herramientas tecnológicas que evite el riesgo de fatiga informática. En particular, se preservará el derecho a la desconexión digital en los supuestos de realización total o parcial del trabajo a distancia así como en el domicilio del empleado vinculado al uso con fines laborales de herramientas tecnológicas».
Así, pues, parece claro que el derecho a la desconexión informática forma parte del derecho fundamental reconocido en el art. 18.4 de nuestra Constitución Española aun cuando se haya desarrollado y concretado por una reciente Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales.
Pero no obstante, teniendo en consideración que se trata de un derecho fundamental y, por tanto, de un derecho inherente a la condición de persona o ciudadano, adscrito universalmente a todos en cuanto personas o en cuanto personas y ciudadanos, de carácter indisponible e inalienable y, además, positivado en nuestra Constitución, puede predicarse que se trata de un derecho que no ha nacido con esa Ley Orgánica.
Sea como fuere, el tenor literal de la norma es clarísimo: se reconoce el derecho a la desconexión digital, es decir, el derecho a no responder a las llamadas, mensajes, correos o requerimientos empresariales recibidos fuera de la jornada de trabajo.
Consecuentemente, la decisión empresarial adoptada en ese supuesto litigioso fue declarada inválida jurídicamente por el Juzgado de lo Social, al constituir una orden apremiando al trabajador a realizar los cursos de formación, informáticamente en su domicilio, durante el tiempo de descanso, que, por tanto, ha de considerarse ilegítima por cuanto desconocen el derecho fundamental tantas veces referido.
Como afirma reiteradamente el Tribunal Supremo, «la obligación de cumplir las órdenes del empresario que al trabajador impone el art. 5.c), del Estatuto de los Trabajadores, no puede entenderse naturalmente como una obligación absoluta, sino que, como el propio precepto exige, ha de tratarse de órdenes dadas en el ejercicio regular de sus facultades directivas, y el trabajador podrá negarse a cumplirlas, sin incurrir en desobediencia, cuando el empresario actúe con manifiesta arbitrariedad y abuso de derecho» (STS, 28.11.89) pues, «la desobediencia comporta el incumplimiento de uno de los deberes del trabajador; su estimación debe estar condicionada, por mor de lo dispuesto en los artículos 5. c) y 20.2 del Estatuto, a que el empresario imparta sus instrucciones en el ejercicio regular de sus facultades directivas» (STS 19.02.90).
El derecho a la desconexión digital ha llegado a nuestro ordenamiento para quedarse, siendo que, por tanto, cuando la causa del conflicto existente entre empresa y trabajador radique en órdenes no emanadas en el ejercicio lícito de las facultades directivas, como se exige en el art. 5. c) del Estatuto de los Trabajadores al definir el deber básico de obediencia al empresario –aun cuando el trabajador manifieste una conducta de cierta indisciplina y rebelión a tales órdenes– tratándose de órdenes que se producen con violación de derechos fundamentales y libertades públicas del trabajador, no podrá apreciarse la existencia de un incumplimiento grave y culpable por parte de éste, por lo que las sanciones que al efecto reciba habrán de ser calificadas nulas, conforme dispone el art. 115.1.d) de la LRJS.